La lluvia que no conocéis

18/12/2012

Un día oí hablar de la lluvia, de la que no hay ninguna igual, ni siquiera parecida. De esa que pasa y queda. Se siente y te empapa la piel con ese cerrar de ojos que si no es placer no sé qué es. Esa que llega desde arriba para caer en tu cabeza e impulsarte  a deshacerte de todos los paraguas del planeta Tierra. Esa que te deja huella en la ropa, y en la ropa que tú llevas, con el único fin de ponerla a secar en un radiador templado para verte y decir «joder quién fuera lluvia para calar tus venas». Y recorrerte entera. La que llegaba inesperada, esa que no te esperas que se acumula un día cualquiera en diferentes zonas de los adoquines cercanos a tu puerta, con las ganas de calarte los pies para tener que calentarlos por la noche entre sábanas de cualquier color tornado invisible por la escasez de luz. Esa que se hace de rogar cuando mueres de calor y tu sed no es calmada ni con el sudor de mi cuerpo ni con las últimas gotas agarradas al fondo de una botella de ron. Oí hablar de la lluvia que te inunda y te ahoga, claro que con un beso de los que te calan hasta los huesos. De esa que caerá al mismo tiempo aunque estés lejos de aquí, o yo cerca de ti. De esa lluvia que se oculta entre las lágrimas para dejarlas ir, y te ayuda a sonreír cuando baje hasta tus labios y te haga reír con algún mensaje típico de mí. Y está mal que yo lo diga, soy así. De la que cae cuando no importa que el cielo esté gris: ¿por qué se juntan las nubes si no para hacerte feliz? De esa que nunca cae a gusto de todos para hacernos saber que hay que aprender cuándo cerrar los paraguas, mirar hacia arriba y hablar sin palabras. De esa que dicen que cubre la piel y hace correr sobre gotas caer, buscando evitarla y disfrutarla, provocando sin saberlo el fuego entre dos simples ratios: uno llamado tu piel y otro llamado mis manos.

Una vez oí hablar de la lluvia, de esa que no importa que caiga a cualquier hora en cualquier día, si estás cerca de mí.